Chile pregunta qué viene después del neoliberalismo
Lo que está ocurriendo en el país es algo más que una oscilación pendular de la derecha promercado a la izquierda colectivista y viceversa
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¿Qué está pasando con el neoliberalismo?
Su antiguo paladín, Estados Unidos, parece estar distanciándose de su mantra de libre mercado, adornando su política climática con golosinas proteccionistas mientras desmantela la OMC en favor de lo que el asesor de seguridad nacional, Jake Sullivan, llama un “nuevo consenso” sobre una “estrategia industrial y de innovación moderna”.
Pero la batalla más encarnizada sobre el marco ideológico que se impuso en la década de 1980 como paradigma dominante en el mundo —el llamado Consenso de Washington— se está librando a miles de kilómetros al sur de Washington, en Chile.
Durante la década de 1970, economistas chilenos formados por Milton Friedman y correligionarios de la Universidad de Chicago lanzaron el que quizás ha sido el experimento más radical que haya conocido la economía moderna, cediendo vastas extensiones de la política económica y social a los mercados como una cuestión de principios programáticos. Ahora, Chile está siendo consumido por un conflicto profundo y a menudo violento sobre esas políticas, que a pesar de generar una larga racha de relativa prosperidad dejaron languidecer a gran parte de su población.
Para muchos países en desarrollo, las luchas internas de Chile pueden ser más importantes que las maniobras de Washington, ya que influyen en los debates sobre el papel de los mercados en toda América Latina y más allá. La batalla ya se ha extendido por cuatro años y su resultado sigue siendo difícil de predecir.
En 2019, semanas después de que su multimillonario presidente, Sebastián Piñera, diera una vuelta triunfal llamando a Chile un “verdadero oasis” dentro de una América Latina convulsionada, el país estalló. Los chilenos salieron a las calles clamando contra la avaricia empresarial. Dos años más tarde, eligieron a un agitador de izquierdas de 35 años, Gabriel Boric, para sustituir a Piñera al frente del país.
Una convención elegida y fuertemente inclinada a la izquierda redactó una nueva Constitución que creaba cientos de derechos garantizados por el Estado (a la vivienda, educación, salud, tiempo libre, educación sexual, asesoría legal gratuita, comida culturalmente relevante...) Boric había prometido que “si Chile fue la cuna del neoliberalismo, también será su tumba”.
Y sin embargo, parece que los chilenos cambiaron de opinión. El año pasado, rechazaron las propuestas utópicas elaboradas por los rebeldes. La semana pasada, votaron por otro consejo para dar otra oportunidad a la reforma constitucional. Esta vez se la dieron a la derecha. El 7 de mayo, José Antonio Kast, el candidato de la derecha al que Boric había derrotado en la carrera presidencial dos años antes, celebró la mayoría de su partido declarando la victoria sobre “esa izquierda radical que amenazaba con refundarlo todo”.
Pero sería un error atribuir la victoria a los mercados. Lo que está ocurriendo en Chile es algo más que una oscilación pendular de la derecha promercado a la izquierda colectivista y viceversa. Es la expresión del descontento incipiente pero poderoso de unos ciudadanos que se sienten desatendidos, menospreciados, marginados por el statu quo y que, sin embargo, no tienen una idea clara de cómo cambiarlo o, a veces, ni siquiera a quién culpar. Los Gobiernos, desde Ciudad de México a Brasilia, desde Buenos Aires a Lima y Bogotá, deberían tomar nota.
Sin brújula
En los años setenta, Cuba era la estrella polar del presidente chileno Salvador Allende. Sus asesores económicos recurrieron a la “teoría de la dependencia” y al “estructuralismo” para romper con la economía de mercado y tomar “la vía chilena al socialismo”. Cuando el general Augusto Pinochet lo destituyó en un sangriento golpe de Estado en 1973, recurrió a los “Chicago Boys” —producto de un esfuerzo del Departamento de Estado por atraer a los economistas chilenos al bando estadounidense de la Guerra Fría— para construir una nueva era de supremacía del mercado.
Los chilenos han rechazado ambos. Pero eso no significa que sepan adónde quieren ir. Navegan sin brújula.
En toda América Latina se están produciendo cambios de opinión similares. En Brasil, la política ha alternado de izquierda a derecha y viceversa en los últimos 10 años. Parece probable que Argentina dé un giro en la dirección opuesta. El presidente mexicano de la vieja escuela izquierdista, Andrés Manuel López Obrador, espera moverse entre ambos bandos, disfrazando políticas económicas favorables a Wall Street con la retórica de los años setenta contra la “pequeña burguesía”.
El economista chileno Sebastián Edwards tiene un valioso punto de vista sobre este conflicto. Cuando era estudiante universitario trabajó para el Gobierno de Allende, en el departamento que gestionaba sus bizantinos controles de precios. Y abandonó Chile después de que las fuerzas del general Pinochet tomaron el poder. Pero, aunque no es un Chicago Boy, se graduó en la Universidad de Chicago. Y en la década de 1990 fue economista jefe para América Latina del Banco Mundial.
El nuevo libro de Edwards, The Chile Project, narra la construcción del modelo económico neoliberal chileno, en virtud del cual se liberaron los precios, se privatizaron empresas, se bajaron los impuestos y se recurrió a los mercados para proporcionar una gama cada vez más amplia de servicios, desde la educación y la salud hasta el agua potable y las jubilaciones. A pesar de los errores de la izquierda desde que Boric llegó al poder en 2021, concluye, “la era neoliberal no revivirá”.
La pregunta es, entonces, ¿qué ocupará su lugar?
Lo más interesante, quizás, es que, a pesar de una sangrienta historia anidada en la política de poder de la Guerra Fría, el neoliberalismo chileno no es solo una construcción de la derecha. Como señala Edwards, los Gobiernos de centroizquierda de la Concertación que tomaron el poder tras la salida de Pinochet en 1990 incluso ampliaron el papel del mercado, todo ello mientras el gasto social se mantenía cerca de los niveles más bajos de los países de la OCDE.
No era irracional: Chile crecía rápidamente desde 1986. En 1985, su Producto Interno Bruto per cápita equivalía solo al 75% del promedio latinoamericano, teniendo en cuenta las diferencias de poder adquisitivo. En 2019, cuando los chilenos salieron a las calles de Santiago, era más de un 50% superior. La Concertación quiso proteger la gallina de los huevos de oro.
Pero al hacerlo, no abordó las debilidades del modelo. Entre ellas, pensiones insuficientes, una abultada deuda estudiantil y la principal: la desigualdad en Chile sigue siendo una de las más altas de la OCDE. Cuando los estudiantes se precipitaron a las calles de Santiago en 2019, protestando en apariencia por un aumento de 30 pesos en la tarifa del metro, coreaban “no son 30 pesos, son 30 años”, una referencia a los 30 años de Gobierno de la Concertación.
Se podría concluir que los zigzagueos del electorado chileno acabarán desembocando en alguna plataforma de reforma políticamente viable, tal vez a medio camino de los extremos, que haga retroceder algo a los mercados, aumente el gasto social y otorgue al Estado un papel más importante en servicios críticos como la salud, la educación y las pensiones.
En septiembre del año pasado, Edwards sugería que “la mayor parte del sistema económico construido por los Chicago Boys será sustituido por un sistema socialdemócrata como el que prevalece en las naciones europeas y, especialmente, en las nórdicas”. Esto es plausible. Después de todo, existen poderosos incentivos políticos para que la derecha y la izquierda chilenas cedan y elaboren una reforma constitucional moderada que sea aceptada por los votantes.
No sería un mal resultado. Y quizá si Chile encuentra la manera de construir este equilibrio socialdemócrata, podría volver a ofrecerse como modelo de gobernanza social y económica, como hizo cuando era el símbolo del neoliberalismo. El desafío esta vez es comprender la frustración incipiente que se ha instalado en Argentina y Brasil, México, Colombia y Perú, y ayudar a liberar a la gente de la política volátil que el neoliberalismo contribuyó a desatar.